viernes, 30 de junio de 2017




PARTES DE UN TODO, Antonio Moreno

Nacen mis palabras tras la relectura de Partes de un todo, un libro de prosas poéticas llamado a perdurar. Tras leer “Derramador, 21” el lector escritor de esta reseña reconoce los espacios que ha recorrido últimamente en compañía del autor: el olmo viejo que sigue enfermo, la ermita encalada, el campo algo más urbanizado… Todo quieto y en su lugar. Copio el siguiente texto, porque contiene el sentido que el autor encuentra en el mundo:
       “Mientras va cayendo el sol es bueno aprender cada tarde a desprenderse, porque la vida perpetúa su propio orden y el cuerpo es materia viva, como cuanto él percibe. (…) Sobra con este saberse. Ahondando hasta descubrir que los sentidos y el pensamiento son el crepitar de las cosas dentro de un escondido y silencioso fuego. Esto es cuanto siempre quise. Tan solo esta conciencia en medio del mundo. El aire regenerador de noviembre, el calmoso círculo de las estaciones en los campos. Y poco más”.
      Como vemos, una mirada sensitiva ante el mundo y una posterior reflexión serena son los postulados de los que parte el autor para buscar un nuevo orden vital, pero reparemos en las recurrencias temáticas, en esa pretensión de cifrar la vida en los instantes y en los pormenores, a sabiendas de la derrota última.
       Hay que dejar claro que el poeta nos cuenta su vida, su verdad vivida; es un notario emocionado y contenido de los instantes de plenitud. Antonio Moreno ha ido depurando su dicción al tiempo que ha ido contándonos cómo sus días se alimentan de lecturas y caminos recorridos, es decir, de vida.
       Frente a la actitud más contemplativa de Alrededores, su primer libro de prosas poéticas, advierto en el actual mayor reflexión y  serenidad, y una idéntica precisión estilística. Veamos cómo esa variedad temática se vincula la tradición clásica.
       Unas veces el poeta, tras un paseo solitario por la playa (el autor goza de la soledad, del silencio y de la armonía que la naturaleza le proporciona), contempla los restos que tras un temporal van a parar al mar, y cuenta lo que ve, al tiempo que compara, en la tradición más nítidamente manriqueña, la vida con una colección de cosas que nos pertenecieron y de las que inevitablemente deberemos desprendernos. En la orilla, entre las conchas, están las partes de lo que un día fue todo. Este tema, aunque desde otra perspectiva, ya fue tratado en poemarios anteriores, y esta fidelidad a su mundo me lleva a pensar que el autor construye su obra también como una parte de un todo, como un conjunto homogéneo.
       Otras veces (“El don de la rosa”) insiste en la rosa como símbolo de la fugacidad de la vida, pero Antonio Moreno lo sitúa en su presente. Se trata de unas hojas secas caídas de un libro que ha escogido con la intención de releerlo. Es una rosa común, no distinta de otras de la pedanía de Maitino que le acaban de traer. El poeta no recuerda dónde ni cuándo introdujo esas hojas en el libro, y la memoria parece perderse en el tiempo.
       Hay un tema fundamental: la búsqueda, a través de una actitud serena, de un nuevo orden vital. A esta idea se consagran no pocos poemas. En “Antes de escribir”, asistimos a un planteamiento dual: por un lado, el poeta ha recorrido calles, ha visitado claustros, ve la catedral y decide sentarse en un banco al sol; por otro, reivindica una actitud más reflexiva que dé razón a la existencia, una selección de quehaceres que procuran sentido a la vida. Es decir, contemplación y reflexión unidas al servicio de un ideal: “Todo es cuestión de restaurar los sentidos… Y realizar, sentado en algunas de estas plazas, la amistosa sabiduría: el arte de dar en soledad un orden propio al mundo”.
En “Las horas eternas” (una posible recreación del tópico del “locus amoenus”), el poeta, el autor, el narrador (da lo mismo, porque no existe la ficción del yo, sino que es el autor quien cuenta su verdad) se adentra en la huerta de un amigo. En ese espacio, el paseante, asombrado ante la intensidad del presente, afirma: “La vida eterna consiste sólo en ésta que mira ahora”.
Pero todo ese afán del momento, del mediodía guilleniano, del elogio de la plenitud del instante que se percibe como milagro, está sintetizado en “Un orden de vivir”, texto que va encabezado con citas de Gil de Biedma y Antonio Machado. El poeta contempla una vez más, pasea, es un ser vivo y sensitivo en medio del paisaje: “Todo sigue su curso año en año, y el que mira se acepta fugitivo en medio de tanta belleza… Bien sabe que en el seto que ahora ve está lo que dura”.
       Hay, por tanto, más que una visión elegíaca de la vida, un descubrimiento de que la pérdida sirve para valorar serenamente los motivos que jalonan una existencia. A veces –diría que en la mayoría de los casos–, más que una actitud nostálgica y dolorida ante la pérdida, advertimos un sentimiento celebratorio de la vida. Así, en “La imagen del tiempo muerto”, afirma: “El recuerdo es el cedazo que criba el oro de la vida”. Y en otro momento insiste: “No se esconde la vida en los proyectos ni en la palabra futuro; su divino secreto no es más que la realidad presente”.
       En este sentido, en el texto “La brevedad de la vida”, la evocación, a través del sueño, del pasado es una proclamación de la vida, una manera de justificar nuestra pertenencia a un espacio y a unas gentes. Antonio Moreno selecciona motivos que nos recuerdan a Claudio Rodríguez y a Jorge Guillén: “el quiebro repentino del pájaro en la jaula, el sol pródigo sobre los tiestos y la ropa tendida, el azul de arriba, sobre las calles. Las mismas realidades que le enseñan qué es la vida, qué irreal, qué intensa”. En ocasiones, y con cierta recurrencia, nombra el sol en las tapias como muestra de la plenitud del día.
      Habría que insistir en esa sabiduría que la vida ha ido depositando en el autor de estas prosas poéticas, que le lleva a reconocerse en ese campo ilicitano que tan bien conoce y que tanto quiere el autor, quien muestra su preferencia por el viaje cercano, breve e intenso, por esa ilusión de caminar… (véase “El turista”).
      Varios son los textos en los que se alude al padre ausente: “Genealogía del autor” y “El cuaderno azul”, regalo del padre que le sirve para rememorar su infancia. En “Diciembre de 1986” contempla la casa que ya no le pertenece: “Los años han robado aquel fuego. Ya no camino entre los pinos, ni huelo la resina. Mi padre lleva años muerto y la casa ya no es nuestra. Pero todo está aquí, lo mismo que quien lo evoca, como dura el sol sobre aquellas cosas. Todo está aquí”. No es, pues, una evocación nostálgica, sino la serena asunción de las consecuencias del paso del tiempo. Algo descreído se muestra en el poema titulado “La fe”, en la que alude a la aceptación de la madurez, que no es otra cosa que acumular sabiduría y saber desprenderse, pues, según el autor, “cesan las ambiciones porque todo está aquí, vida y muerte enlazadas, sin creencias por ninguna de ellas”.
      Nombro, por último, otros motivos que justifican esa riqueza temática a la que me referí antes. En “Joven con violonchelo”, entiende la música como una arquitectura sonora capaz de acabar con el ruido y lo inarmónico, así como un ejercicio con el que afinar el espíritu. En “Alzando la vista de un libro”, el poeta proclama la primacía de la vida sobre el arte, al constatar que lee a intervalos mientras contempla la mañana; y lee, dice, “para mirar más despacio”. En “Lectura” se cuestiona, en una estampa de raigambre azoriniana, el destino último de sus palabras, y afirma: “Sé que no vencerán el tiempo y la muerte como otros creyeron de las suyas…”. Advierto en la “Estatuilla de terracota” un matiz nuevo en esa ya comentada creencia de que en el presente está la esencia de la vida. Ahora, al comprobar que una estatua puede romperse y reconstruirse –al contrario que la vida–, proclama el poeta “la renovada eternidad de todo lo que existe, su permanente principio”.
      No procede concluir esta reseña sin mencionar antes los aciertos estilísticos de este libro, con el que su autor demuestra una vez más que la contención, la elegancia y la precisión son virtudes que maneja decorosamente bien. La prosa de este libro fluye con un ritmo que hace agradable su lectura. Habría que reparar en la belleza de algunos títulos de los textos, en oraciones que son endecasílabos ensartados que en modo alguno demoran la prosa. A eso hay que añadir una adjetivación sutil y ajustada, que no abusa del cromatismo huero, sino que apunta más bien hacia lo sustantivo. El dominio que demuestra de las perspectivas narrativas (el “yo”, el “tú”, que no es más que un desdoblamiento del propio poeta, y la tercera persona que le sirve para lograr un sutil distanciamiento de la materia tratada)  requeriría un análisis más pormenorizado.
      Estas prosas poéticas y autobiográficas son, en esencia, el diario vital y literario de su autor. Enriquecen y ordenan su vida. Son su verdad.

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