EL JINETE POLACO, Antonio Muñoz Molina
A pocos autores contemporáneos
he seguido con tanto interés como a Antonio Muñoz Molina; acaso a Miguel
Delibes, al poeta Eloy Sánchez Rosillo, y a unos pocos más que han sido objeto
de mi admiración incondicional, pues en todos ellos he visto siempre una
acertada plasmación del alto honor que supone ser escritor. He ido comprando
sus libros, he recortado y guardado algunas de sus colaboraciones
periodísticas, he tenido en cuenta sus opiniones sobre diversos asuntos de la
actualidad, he respetado la incontestable conciencia moral que regían sus
quehaceres literarios, etc. AMM ocupa por méritos propios un lugar entre mis
escritores predilectos, aunque no tenga de todos sus libros la misma opinión. Sé
que antes de entrar en materia, convendría explicar en breves palabras la
evolución que el autor ha experimentado, pero no es este el momento ni el
lugar, ni quizá sea yo la persona más documentada para hacerlo. Sí, he vuelto a
releer y a hojear esta obra que tanto me gustó.
El jinete polaco es una
novela estructurada en tres partes: “El reino de las voces”, “Jinete en la
tormenta” y “El jinete polaco”. El manido artificio de la contemplación de unas
fotografías en un baúl es el recurso que utiliza el narrador para volver una y
otra vez al espacio mágico de Mágina, pues, no en vano, los ejercicios sobre la
utilización de la memoria que ya utilizara Antonio Muñoz Molina en Beatus
ille alcanzan su pleno desarrollo en El
jinete polaco, verdadero despliegue prodigioso de la capacidad de AMM para
recuperar todo su complejísimo mundo que forma, en definitiva, la base del
nuestro.
La novela refleja el poder de la memoria, es el deseo de regresar a
un tiempo y a un espacio concretos. Por otra parte, y en clave de humor, se nos
presenta lo dramático que le resulta al comisario Florencio Pérez su escasa
memoria, cuando ya jubilado se le acaba en unos pocos días el recuerdo de más
de 70 años, pues pretende escribir sus memorias. Por eso continúa contando “sus
recuerdos del día siguiente”, ya que es “más real lo imaginado que lo vivido”. Lo
realmente interesante es que el protagonista-narrador, en un caótico monólogo
que le permite recuperar toda su infancia, tome conciencia de que es él mismo
el destinatario de su voz, un ajuste de cuentas con su propio pasado, que Nadia
ha permitido. Partimos del poder evocador de unas fotografías para rememorar el
tiempo de la infancia, un tiempo ya vivido, lejano y archivado en la memoria.
Por eso, esta primera parte se titula “El reino de las voces”, porque también
aflora en el discurso el estado de plenitud y de exaltación amorosa del
protagonista, cuya voz en no pocos momentos se confunde con la del propio
autor.
Si las fotos han provocado una memoria relativamente voluntaria en
la primera parte, “Jinete en la tormenta” nos llama la atención por la
importancia de la “memoria involuntaria”, como sucede en Proust, pues a los
recuerdos hay que concederles un valor relativo al no ser siempre fieles a la
realidad. Y así se utiliza la memoria del comandante Galaz, ya muerto, porque
éste se la transmitió a su hija. Y en ese complejo entramado de recuerdos y
olvidos se plantea “cuántas vidas puede vivir un hombre”.
Al final aparece ese emblemático “jinete polaco” que ha obsesionado
al narrador-protagonista desde que lo contemplara en un museo de Nueva York. El
vacío de la memoria del protagonista, que no logra recordar un episodio clave
de su vida, lo lleva a la idea de que “es mentira la certidumbre del recuerdo
reciente”. En la tercera parte, “El jinete polaco”, se atan diversos cabos
argumentales, y el cuadro de Rembrandt se convierte en un auténtico instrumento
para recordar.
Esta novela, releída con los años, demuestra que envejece con la
dignidad literaria de los clásicos. Su ritmo narrativo modelado con oraciones de período largo y un
elegante fraseo siguen siendo señas de identidad de la obra de AMM, quien con
los años ha ido despojándose de palabras y metáforas, y ha dirigido su catalejo
temático a la descripción, cada vez más despojada, de la realidad.
La novela comienza así:
“Sin que se dieran cuenta se les hizo de noche en
la habitación de donde no habían salido en muchas horas, donde habían estado
abrazándose y conversando en una voz cada vez más baja, como si la penumbra y
luego la oscuridad que no notaban hubieran ido apaciguando el tono de sus voces
pero no la avidez mutua de palabras, igual que se había apaciguado el modo al
principio perentorio en que satisfacían y simultáneamente alimentaban su deseo,
cuando regresaban caminando bajo la nieve y el frío de la taberna irlandesa
donde habían almorzado, el pie descalzo de ella buscándolo con desvergüenza y
sigilo bajo el amparo insuficiente del mantel, la casi persecución en el
ascensor, ante la puerta, en el pasillo, en el cuarto de baño, la ropa
arrancada con una delicada furia de impaciencia y las bocas mordiéndose
mientras su doble respiración crecía en el calor de la habitación a media
tarde, en la luz listada de las persianas que dejaban entrever al otro lado de la calle una hilera de
árboles con las ramas peladas cuyo nombre ella no supo decirle y una fila de
casas de ladrillo rojo con dinteles de piedra, con llamadores dorados y puertas
pintadas de un negro brillante que a él le daban la tranquilizadora sensación
de estar en Londres o en cualquier otra ciudad anglosajona y silenciosa, a
pesar del ruido del tráfico que llegada desde las avenidas, de las sirenas de
los coches de la policía y de los camiones de bomberos, un pesado rumor que
envolvía el núcleo de silencio en que los dos respiraban igual que la ciudad
ilimitada y temible envolvía el espacio breve del apartamento, la cámara segura
como un submarino en la que si se paraban a pensarlo era casi imposible que se
hubieran encontrado, entre tantos millones de hombres y mujeres, de caras, de
nombres, de gritos, de idiomas, de conversaciones telefónicas…”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario